Para qué sirve la universidad
El reto central sigue siendo la formación individual, pero con características adicionales.
El ‘para qué’ de la universidad fue cambiando durante los dos últimos siglos. En Francia se consolidó la universidad napoleónica, una institución para el Estado no solo por los ingenieros militares que le suministraba a Napoleón, sino por su participación en la expansión cultural y científica de su imperio. Algo más tarde surgió la universidad humboldtiana, en un entorno humanista que propendía hacia el desarrollo del individuo. Ese modelo se propagó, con matices diversos, en Europa occidental y el mundo anglosajón. Lincoln, en Estados Unidos, le adicionó un ‘para qué’ importante cuando, en el acto de creación de la que hoy es la más grande y poderosa red de universidades públicas del mundo, definió que su deber era llevar educación a los hijos de los campesinos. La universidad se convirtió entonces en un instrumento democratizador.
Las naciones tienen, a su vez, nuevas expectativas de sus universidades. Esperan que no solo cumplan su papel como formadoras, sino que actúen protagónicamente en su desarrollo económico, cultural, científico y social y promuevan la igualdad de oportunidades entre sus jóvenes ciudadanos.
Su antiguo papel de transmisoras de conocimientos se transformó en el de generadoras de estos. La investigación científica se volvió fundamental en el proceso educativo, en las respuestas que dan las universidades a las preguntas que la sociedad les hace y en sus aportes a la solución de problemas usualmente muy complejos, que no se abordan con el mismo nivel de conocimiento, desinterés y objetividad en otros ámbitos. Dicho en muy pocas palabras, el ‘para qué’ de la universidad moderna se redefinió en la formación amplia, integral y democratizadora de los jóvenes y en la construcción de un importante potencial de respuesta a los problemas de la sociedad. Ahora, la pregunta que quedaría para otra columna es qué tan bien lo estamos haciendo nosotros.
MOISÉS WASSERMAN
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